Conectados

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Por Emilio Rodríguez García

El mundo moderno se ha vuelto aburrido


Mira a tu alrededor: las puertas, las papeleras, las barandillas, las farolas, los bancos del parque. ¿Te gusta lo que ves?  Probablemente no. Y no porque esté mal hecho, sino porque se ha vuelto aburrido. No estoy hablando del cambio de sentido que se va a llevar a cabo en algunas avenidas de Salamanca, del ascensor de Gran Vía o de las macetas gigantes que se apoderaron de las calles peatonales. Voy más allá.

Durante décadas hemos confundido modernidad con eficiencia, y eficiencia con belleza. En ese proceso, hemos llenado nuestras ciudades de objetos y edificios que funcionan (bueno, algunas veces ni siquiera llegan a funcionar), pero no emocionan. Y eso tiene un coste.

En los años dorados de Apple, Ive y su equipo no se reunían en despachos impersonales ni en salas de juntas con moqueta gris. Lo hacían una vez por semana en el salón de uno de ellos. Allí, rodeados de objetos cotidianos, música y luz natural, nacieron algunos de los productos más influyentes de nuestra era. En mi caso, las mejores ideas para mi newsletter SEO surgen cuando estoy en el gimnasio o corriendo por Jesuitas. Cuando 'conecto' con lo que me rodea.

Quiero recordar algo que parece que hemos olvidado: los espacios moldean nuestro pensamiento. Un entorno frío invita a la rigidez; uno cálido y humano, a la creatividad. Sin embargo, en el mundo moderno, parece que hemos roto ese vínculo entre los lugares que habitamos y las ideas que producimos en ellos. Trabajamos en oficinas sin ventanas, vivimos en salas sin color y paseamos por calles sin personalidad. Pasamos el día en entornos que parecen diseñados para eliminar cualquier rastro de emoción o inspiración.

Quizá por eso muchas reuniones o paseos no generan ideas, sino agotamiento. Hemos convertido los espacios en templos de la eficiencia, cuando lo que necesitamos son santuarios de la imaginación.

También me llama la atención cómo han cambiado los interiores de nuestras casas.

Durante décadas el piso estándar era el famoso 'piso Paco': vivienda protegida, pasillo largo, suelo de terrazo, habitaciones que daban miedo de día y de noche, y un salón que solo se usaba en Navidad o si venía alguien importante. Era un interiorismo pensado para una vida muy concreta: casarse joven, tener hijos, trabajar 40 años en el mismo sitio y morirse sobre un sofá marrón con tapicería a prueba de manchas, emociones y futuro.

Feo, sí. Pero funcional. Y había fotos de la familia por todas partes. Bautizos, comuniones, la mili, la boda, las fotos de estudio con fondo azul. El salón era un museo del paso del tiempo de la familia.

¿Y cómo son ahora las casas? Las nuevas generaciones, cuyo objetivo vital es convertirse en funcionarios, enlazan alquileres como quien hace zapping en la tele. Y cuando consiguen comprar algo (si lo consiguen), la estética ya no tiene nada que ver con el piso Paco.

Lo primero es la negación absoluta del modelo anterior, empezando por su símbolo máximo: el gotelé gordo. Arrancarlo es casi un rito de paso. Lijar, alisar y pintar de blanco. Una especie de "operación limpieza ideológica" a través de la pared lisa. El mensaje es claro: aquí empieza otra cosa.

También desaparecen las fotos familiares del salón. Si acaso, alguna foto del gato o del perro. En su lugar, lo que domina son los neones con frases más o menos inspiradoras, las fotos de viajes, los mapas para rascar países y las láminas bonitas compradas por internet. El foco ya no está en el árbol genealógico, sino en las experiencias personales, en los sitios en los que has estado y lo que has hecho.

Y, donde antes había aparadores de madera maciza imposibles de mover sin ayuda de Protección Civil, ahora reina el conglomerado sueco. Muebles de Ikea por todas partes, con nombres impronunciables y una vida útil muy clara: te acompañan un par de mudanzas y luego acaban en Wallapop descritos como "como nuevo, solo 3 mudanzas".

Al final, lo que vemos en los muebles y en las paredes de nuestras casas es simplemente la evolución de nuestra sociedad: de la vida estable, previsible y centrada en la familia, a una vida más móvil, más individual y también más incierta, donde los lugares que habitamos ya no son tanto un lugar para quedarnos siempre, sino un escenario que se adapta al momento que estemos viviendo.

Y con nuestras calles parece que pasa algo similar. Ojalá veamos pronto arquitectos valientes y originales que quieran crear valor.